Mi primera lección de marketing la tuve como a los 7 años.
Me encantaba jugar a la tiendita con mis hermanas. Tienda de limonadas, de canguil (pochoclo en Ecuador), de frutas, de galletas, de lo que hubiera. Eran ventas ficticias porque vivíamos en una calle por donde no pasaba nadie, así que lo hacíamos internamente y nos comprábamos entre nosotras, pero aún así era muy divertido. Recuerdo que una vez pude armar una tiendita MUY especial, se me ocurrió incursionar en el rubro papelería-perfumería. Puse mis mejores cosas sobre la mesa: unos lápices de Hello Kitty, unos papeles de carta y sobres coleccionables de Hallmark, unos borradores con olores frutales, y la vedette -mi más preciado tesoro- un brillo tipo gloss para labios con sistema roll-on sabor a cereza.
¡Mi tiendita causó sensación! A tal nivel que a los pocos minutos las tiendas de mis hermanas lucían entre sus mercaderías objetos absolutamente similares, mismos rubros, variaciones casi imperceptibles. Mismos lápices, mismos papeles, borradores parecidos, y vedettes de otros sabores ¡Culpa de nuestros papás por comprarnos lo mismo a las tres!
¡Me sentí tan frustrada! Mi originalidad no duró nada. No entendía cómo podía hacer para ¨ganarles¨ a las otras si vendíamos prácticamente lo mismo.
Y fue ahí, en ese momento, en medio de mi poca experiencia en business y mis escasos 7 años, cuando me di cuenta que lo único que hacía distinta cada tienda era la persona que estaba detrás. Cualquier cliente imaginario que pasara por ahí iba a tener que elegir entre Vero, Marti, o Isa (yo).
Hoy por hoy, decenas de años más tarde, he aprendido que cuando no puedes agregar valor, tu única oportunidad es agregar SIGNIFICADO.
Si hoy le pudiera hablar a mi yo de 7 años, le diría que así son las reglas del juego, que ya va a ir descubriendo algunos secretos, y que por ahora simplemente ponga la mejor sonrisa que le salga desde el corazón.